De izquierda a derecha: mi abuelo, mi padre, primos de mi padre, mi abuela con bebé en brazos.

La imagen de ti

Melody Rodríguez

--

Estoy aquí sentadita tomando un vaso de leche y cuando te miro, siento que me devuelves la mirada. Tu cara siempre me recibe de buena gana y recuerdo cuando te veía nada más entrar al cuarto de abuela, ahí posado como un ángel de la guarda, encima de su cama. Aunque es un retrato que alguien te hizo, creo que ha logrado captar tus maneras mucho mejor que cualquier foto. Por eso cuando miro el cuadro siento que me miras y me devuelves un gesto amable.

En realidad, no puedo saber si tu cara está bien retratada, si esa imagen de ti se corresponde con la imagen que dejabas cuando te ausentabas. Yo no te conocí, no puedo saberlo. Pero ver ese cuadro desde bien chiquita ha hecho que me resultes familiar, te miro y pienso “qué cara más amable tiene mi abuelo”. Se me hace raro decir mi abuelo, porque nunca pudimos vincularnos como hacen los abuelos con sus nietas. Ay, abuelo, qué pena que no te conocí. El destino quiso que te viera desde tu pintura inmóvil, y tú aún así me devuelves la mirada, no me haces el feo, me sonríes y yo pienso “qué amable mi abuelo”.

Yo no sé por qué me da pena no haberte conocido, si una no puede echar de menos una presencia con la que no compartió espacio y tiempo. ¿Será que sí se puede? Sé muy poco de ti, tu mechón de canas de actor de cine hace que te vea en las películas donde salen hombres con manchones blancos como espadas. Te imagino levantando casas con las manos y amasando con fuerza el cemento, convencido del próximo hogar que vas a hacer posible. Quizás este sea para alguno de tus hijos. Por suerte, yo sí conocí a todos tus hijos y quiero pensar que de alguna manera te conocí a través de ellos. Los cinco son un fragmento de ti, a mí se me parecen todos un poco contigo. Te imagino con el carácter de mi padre, que cuando era niño quizás llegaste a decirle: “Toñito, deja eso que tu madre se va a enfadar”. Pienso en abuela organizando todo, diciendo que comas antes de ir a trabajar, “come, Tomás, que se te enfría”. Perdóname si te imagino mal, si me he armado una imagen de ti que nada tiene que ver contigo, me hubiera gustado recordarte y no tener que imaginar cómo sería si coincidíamos en la misma vida.

Una vez me dijeron que me habrías caído bien, que te gustaba tener nietas, pues tú solo tuviste cinco hombrecitos. Te pienso subiéndome a la pela con cuidado y diciéndome “ay, mi nietita linda, mi nieta favorita”. Aunque seguramente fuera mentira, porque tú nos consentirías a todas por igual. Quisiera seguir pensándote, abuelo, aproximarme a la esencia de lo que fuiste. Seguiré pensándote a través de los tres reflejos que te quedan en esta vida. En los tres veo un destello del hombre que fuiste, y no puedo evitar pensar que la herencia más valiosa que dejaste es esa vitalidad sensible, ese carácter firme pero tierno, ese saber estar y dejar estar, esa bondad espontánea que se advierte solo en los espíritus más nobles. Es por eso que a veces me pregunto si es por ti que a ellos no les da miedo llorar, si acaso no aprendieron de ti que sin la fragilidad no es posible la fuerza. Quizás me equivoque, y sean así porque tú te has ido demasiado pronto. Quizás las heridas que yo tengo desde bien pequeña sean las que ellos llevan por dentro y apenas se asoman; puede ser que se asomaran en mí para poder pensarte. Quizás, abuelo, este es tu saludo.

Podría seguir pensándote, traerte cada vez más cerca de mí, hasta lograr aproximarme a una imagen de ti que no tenga nada que envidiar a la precisión de aquel pintor que logró captar tan bien la expresión de tu rostro. Y entender así por qué te quiero sin conocerte, por qué parece que tú y yo nos hemos saludado. Pero debes irte.

“Tomás, el café, que se te enfría”.

--

--